La retórica es una disciplina, hoy en franca decadencia, que tenía como objetivo las reglas que habían de tenerse en cuenta para construir un buen discurso con el fin de deleitar, conmover e incluso persuadir a quien lo oía o lo leía. Ocupó lugar destacado entre las materias académicas que, en otro tiempo, ya muy lejano, se impartían en las universidades. En la Grecia clásica se sostuvieron amplios debates sobre el valor científico de la retórica, al ser considerada por algunos como el arma preferida por los sofistas para manipular las emociones de las gentes y omitir los hechos. Aristóteles dedicó una de sus obras a esta materia, el Ars Rethorica, donde trataba del arte de la persuasión. Pese a que era puesto en cuestión su carácter de ciencia, en Roma vivió momentos de esplendor y en las basílicas, que era donde se celebraban los juicios —hoy la palabra tiene una connotación eminentemente religiosa al pasar gran parte de ellas a convertirse en templos cristianos, a partir del siglo IV de nuestra era— un buen abogado había de ser un buen retórico. Era, entre otros, el caso de Marco Tulio Cicerón, quien buscaba persuadir a los jueces y a quienes acudían a oír sus discursos de que él defendía cosas justas, verdaderas y razonables.
En el antiguo bachillerato se estudiaban las figuras retóricas, llamadas también figuras literarias. Se definían como la forma de utilizar las palabras de un modo no convencional. La mayor parte de ellas tenían nombres llamativos como metonimia, sinécdoque, anáfora, metáfora, onomatopeya, oxímoron, epíteto, pleonasmo, sinestesia, retruécano, polisíndeton, asíndeton, prosopografía, calambur…Se nos exigía no sólo conocer esos nombres, también lo que significaba cada uno de ellos y así nos teníamos por algo de vates al construir frases tales como: “sus dientes son perlas” o “sus labios eran como el coral”. Hoy ese aprendizaje, tal y como están las cosas de nuestro sistema de enseñanza que acaba de recibir un nuevo y duro varapalo en el informe Pisa, se considerarían poco menos que maltrato intelectual al alumno. Serían numerosos los padres que elevarían su protesta a las autoridades académicas y albergamos pocas dudas de que les darían la razón, por azotar sus mentes con tan crueles conocimientos. Por eso, estamos cerca de llegar a lo que Moliere criticaba en “El burgués gentilhombre”, donde Monsieur Jourdan pretendía adquirir modales aristocráticos que encajasen con su condición de nuevo rico y que, admirado, decía a su maestro de gramática: “A fe mía, hace más de cuarenta años que hablo en prosa, sin saberlo”.
Hoy, en el leguaje de muchos de nuestros políticos, el uso de la retórica y algunas de las figuras de ese nombre que, para quienes peinamos canas —eufemismo para decir que somos viejos— eran un martirio en nuestro tiempo de bachillerato, es habitual. Si bien nos tememos que, como en el caso de Monsieur Jourdan, ignoran su uso, pero las emplean con mucha frecuencia. Utilizan perífrasis cuando dan rodeos para decir cosas simples o emplean la paradoja cuando sus ideas se contradicen. Hacen uso de la metonimia cuando designan a una cosa con el nombre de otra o dan juego a la hipérbole al exagerar lo que hacen. Busquen ejemplos, con seguridad, encontrarán muchas figuras retóricas.
(Publicada en ABC Córdoba el viernes 15 de diciembre de 2023 en esta dirección)